Después de haber leído el artículo de Olmedo Beluche sobre los fundamentos y vacíos de la educación por competencias, que publicamos recientemente en este espacio (en este enlace), por cuestiones de documentación comencé a leer un texto clásico, la Paideia, de Werner Jaeger, escrito los años 20-30 del siglo XX, y dedicado a analizar el proceso histórico de formación de los ideales de la cultura griega, en vistas a su aplicación en los procesos educativos. Es decir, una especie de revisión histórica muy detallada sobre para qué educaban los griegos a sus niños y jóvenes, qué pretendían hacer con sus personas y sus espíritus.
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Es un libro enorme, más de 1100 páginas, de las cuales he leído apenas 50 y puedo asegurar que, desde una perspectiva de pedagogía crítica, el subidón de adrenalina es superior al del Dragon Khan de Port Aventura. En estas primeras páginas, Jaeger analiza los comienzos de la educación en las primeras sociedades griegas, las monarquías micénicas y después en las ciudades estado regidas por una aristocracia agraria cerrada e inmovilista.
Son sociedades donde existe una clara diferenciación entre la masa de hombres ordinarios, el pueblo llano dedicado a las tareas agrícolas y de pastoreo, o a la artesanía y al incipiente comercio marítimo, y la casta superior, dirigente, que controla los ejes de la economía local y el poder político, y en consecuencia, maneja la producción transmisión de las ideas, en el interior de su círculo y de éste hacia fuera.
La lectura del artículo de Olmedo Beluche me ha permitido conectar algunas ideas que aparecen en el texto de Jaeger: las formas educativas arcaicas reproducen la misma diferenciación que hay en la sociedad, en el ámbito de la actividad económica y política. Hay una educación apropiada para los hombres ordinarios (la techné), basada en la transmisión de habilidades profesionales en el seno de las familias, y una educación específica para los miembros de la aristocracia, herederos de una serie de virtudes, la areté, exclusivas de esa casta superior, que han de cultivar adecuadamente para poderlas desarrollar en la vida adulta. En ambos casos, los procesos de aprendizaje implican elementos adaptativos y de reproducción de las formas tradicionales, aceptadas por cada nivel social como propias. El hijo del alfarero aprende a manejar el torno y a manipular el barro para adaptarse a las exigencias de su entorno económico y tecnológico, para sobrevivir económicamente y, a la vez, perpetuar tales formas de vida, que transmitirá a las siguientes generaciones. El hijo del noble aprenderá a manejar el arco, el carro, la espada, modales cortesanos y el uso de la palabra para, a su vez, adaptarse a las exigencias de su propio entorno social y perpetuar esos privilegios en las siguientes generaciones y también la diferencia con el resto de los pobladores de la ciudad.
Sin embargo, se introduce aquí un elemento diferenciador que nos ha hecho pensar en el tema de la educación en competencias. ¿Para qué se educa en competencias? Todas las culturas arcaicas han preservado las formas de producción mediante sistemas más o menos sofisticados de transmisión de las habilidades profesionales, lo que Abbagnano denomina educación cultural, es decir, que la cultura, es decir, usos,
costumbres, formas de hacer, habilidades técnicas, etc., se tiene que
transmitir a los nuevos miembros de la comunidad para garantizar la
supervivencia del grupo, sea grande o pequeño. Así, la educación en las
sociedades primitivas está orientada básicamente a garantizar la transmisión y
la reproducción de esos conocimientos experienciales y sapienciales que
componen la cultura del grupo, de una generación a otra (puede leerse la Historia de la pedagogía de Abbagnano en este enlace).
En este punto, el proceso de
enseñanza y aprendizaje no está necesariamente institucionalizado, no necesita
escuelas sino adultos competentes en cada una de las materias y habilidades
susceptibles de transmisión. Jaeger añade que hay en estos procesos la ausencia de una voluntad consciente de transformar al
sujeto en un producto de esa cultura. Todos los pueblos educan, pero la falta
de esa voluntad consciente se explica en el hecho de ser la educación una
“función tan natural y universal de la comunidad humana, que por su misma
evidencia tarda mucho en llegar a la plena conciencia de aquellos que la
reciben y la practican” (Paideia I, 1). Esta ausencia de voluntad consciente es un rasgo de todos los
pueblos primitivos, incluidos los griegos arcaicos.
En general, estas sociedades
primitivas se caracterizan por la necesidad de inmovilizar las prácticas
sociales como medio de asegurar la supervivencia del grupo. Los contenidos de
su cultura están destinados a ser recreados, copiados y reproducidos,
protegidos de toda variación e innovación. Es el arcaico nosotros hacemos
las cosas así.
Estas culturas, dice Abbagnano, desarrollan
estrategias pedagógicas orientadas a preservar la cultura en una
situación estática para mantener el orden natural de la sociedad y prevenir
toda alteración. Estas estrategias están basadas en:
- Mecánica mnemotécnica, repetición, copia, memorización.
- Evitación de la creatividad y originalidad.
- Elusión de la individualidad de los educandos.
- Acceso restringido a la formación superior, que sólo puede conseguirse por contacto con la casta dotada de ese conocimiento superior, que lo transmite sólo a los que ya pertenecen a ella por herencia, sangre, etc.
He aquí la gran diferencia entre unos procesos educativos dirigidos a los hombres que se dedican a la producción económica, y los que han de aplicarse a quienes va a ser los detentadores del poder político y del sistema de reproducción de las formas de vida, es decir, la transmisión de la cultura como forma de inmovilizar y perpetuar esas diferencias entre los pocos mejores y la mayoría ordinaria. La educación separada
de las clases altas conduce al afianzamiento de la separación de castas, a su
rigidez: la educación tiende a la diferenciación social, y es un proceso que
siempre favorece a los aristócratas (Paideia
I, 1).
Comienza así a
configurarse muy tempranamente un conjunto de ideales educativos, un para qué
educar, orientado a la básica función de diferenciar a los miembros de la
casta superior respecto del resto de los hombres ordinarios. Se trata de dar
una formación distinguida, consciente y de acuerdo con los imperativos de las
costumbres cortesanas, que no es posible adquirir fuera de este círculo
privilegiado (Paideia I, 2). Tan tempranamente que esas formas de educación privilegiada ya son descritas en las partes más modernas de la Ilíada y en la Odisea, obras ambas pertenecientes a la tradición oral recopilada por Homero entre los siglos IX y VIII a. C.
Y esa gran diferencia entre la arcaica educación en competencias para los hombres ordinarios y la educación de los hijos de los nobles radica en una intencionada atención a la formación del espíritu. “La educación,
considerada como la formación de la personalidad humana mediante el consejo
constante y la dirección espiritual, es una característica típica de la nobleza de todos los
tiempos y pueblos. Sólo esta clase puede aspirar a la formación de la
personalidad humana en su totalidad; lo cual no puede lograrse sin el cultivo
consciente de determinadas cualidades fundamentales” (Paideia I, 2), al que no pueden acceder los hombres
ordinarios, obviamente porque no disponen de los medios, ni del tiempo, ni del
entorno adecuados.
Telémaco y su tutor, Mentor |
El modelo educativo
que describe entre los cortesanos griegos es el mismo modelo tutorial sobre un
solo alumno que siglos después propondrán Locke y Rousseau, orientado
especialmente a la formación de un educando de buena familia, el hijo del squire
o gentleman, o el joven Emilio. La buena educación, la de calidad, es
una areté, reservada a las clases superiores, mientras que el pueblo
llano sólo puede aspirar a una mera techné, un aprendizaje de prácticas
y habilidades destinadas a preservar su posición social, a inmovilizar su
destino dentro de sus funciones económicas, y a garantizar que las ejercerá con
total competencia.
Volviendo al artículo de Olmedo Beluche, no se trata tanto de desdeñar la educación en competencias como de situarla correctamente en el proceso pedagógico. Aprender a trabajar el barro en el torno puede ser tan necesario y conveniente como aprender a buscar información en google o a usar programas como excel y word. En la educación no podemos olvidar dos tensiones esenciales: la realidad que nos exige y los ideales que pretenden modificarla. Tarde o temprano, la realidad exigirá de los niños y jóvenes que se adapten a las condiciones del mercado laboral, establecidas por las empresas y los diversos factores productivos y políticos de nuestra sociedad; pero eso sin desdeñar la formación de los nuevos miembros de la sociedad en vistas a unas finalidades transformadoras, con la vista puesta en el cambio de las formas de producción que la educación por competencias, por sí misma, tienda a perpetuar. La adquisición de competencias no es perjudicial para los niños, salvo que esas habilidades sean lo único que esos niños vayan a adquirir en el curso de su educación. Sin embargo, parece que la escuela pública está obsesionada con la implementación de estos elementos como parte esencial de currículum, al tiempo que desdeña, recorta y convierte en optativos elementos más llenos de contenidos, de historia y de reflexión, que encajarían más en una formación del espíritu, aunque empobrecida por las metodologías estandarizadas de la escuela pública.
Una vez más, las castas superiores se reservan la mejor parte del pastel. La escuela privada se empeña en la transmisión de valores, en el cuidado del espíritu, en la formación de la persona, más allá de la adquisición de competencias, que también. Como en las cortes micénicas, los valores transmitidos conformarán esa areté exclusiva, sólo compartida por los miembros del círculo mágico (ese gran círculo de contactos personales y económicos), con el fin de perpetuar la diferencia y conservar los privilegios políticos, económicos y sociales.
Bibliografía:
Abbagnano, N., & Visalberghi, A., Historia de la pedagogía. México, FCE, 1992.
Jaeger, W., Paideia. México, FCE, 1957.
Héloïse La Nouvelle
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