La sociedad nos conduce a la resignación a cambio de pequeñas dosis de soma: ipods, ipads, smartfones, facebuks, consolas, trastos más sofisticados que nosotros, circo televisivo, futbol, basura comestible, coches, lavadoras inteligentes, zapatillas nike cosidas por esforzados y resignados niños asiáticos, fines de semana de consumo, etc. A cambio de eso nos piden resignación, y ahora estos nuevos consejeros nos dicen que hemos de fomentar el valor del esfuerzo, como japoneses y alemanes.
Error: el esfuerzo no es un valor, es decir, un bien en sí mismo, sino un instrumento para con seguir alguna cosa. Trabajo más horas para conseguir más dinero, le doy más golpes al clavo para que quede bien fijado, insisto más veces ante la administración para que me tengan en cuenta (esfuerzo inútil), me esfuerzo en caerle bien a mi jefe, para que no me fastidie tanto como a los otros. Ese es el auténtico concepto de esfuerzo. Introducir este concepto en educación es arriesgado: el aprendizaje no se soluciona con esfuerzo, porque el posible premio está muy al final, y además bno aprendemos por un premio, sino por el valor mismo de saber. Esa es la diferencia: deberíamos fomentar el valor del saber, el gusto por saber, saber por saber, amar el saber, querer saber para nada más que saber. Me remito a Aristóteles.
He visto muchos niños dedicar horas y horas a hacer operaciones aritméticas, como el japonesito del documental, qué mono, y no sacar nada en claro de tantas horas. El aprendizaje es un factor cualitativo, mientras que el esfuerzo es sólo cuantitativo. Para que el aprendizaje se produzca ha de producirse un salto, y eso no se da al cabo de horas, se da o no se da, se da por una vía o se da por otra, pero no insistiendo en al misma vía. El pobre japonesito sin juguetes se pasa horas haciendo fracciones, una tras otra. A eso no se le puede llamar esfuerzo, porque ya sabe: hacer trescientas en lugar de veinte es totalemente inútil, le están enseñando a repetir paradigmas, no a pensar, ni mucho menos a crear. En realidad está perdiendo el tiempo.
La dedicación a la adquisición de nuevos conocimientos tampoco es una cuestión de esfuerzo, sino que sólo lo parece. Si yo me paso tres horas leyendo sobre un tema para saber más sobre ese tema, no es por tener asumida la cultura del esfuerzo, sino por el gusto de saber más, por el placer personal que genera esa actividad. Desde fuera, parece que esté pasando un mal rato, no? Qué aburrido debe ser ese tocho que está leyendo, qué ganas debe tener de acabarlo. Pero no, a veces puedes tener ganas de seguir con él, y el tiempo se te escapa de las manos, y has de cerrar porque son las dos de la madrugada y al día siguiente has de levantarte pronto para ir a trabajar.
Al final, el choque entre el mundo de la vida y el mundo de las ideas resulta poner de manifiesto la oposición entre el esfuerzo y el saber: voy a esforzarme en irme a dormir, para mañana poder cumplir con mi obligación. Eso, como decía, Marina, que los niños aprendar a poner la obligación por delante del deseo. Harán los deberes, sí, pero no aprenderán a valorar el bien del saber.
Me decepcionó encontrar en este documental comentarios de gente a quien antes había valorado positivamente, como el propio Marina (me encantó su libro "El misterio de la voluntad perdida"), partidario de que en la escuela se implante el final del juego: no vamos al cole a aprender siendo felices, sino a cumplir con una obligación, como los mayores. O Quim Monzó, criticando la plastelina porque aún hay gente con 30 años que juega con ella. Y algunos pintores pintan mierdas con ceras y les pagan barbaridades, no? Ya lo entiendo: mi hijo hace maravillas con la plastelina, pero sus notas de plástica son normalitas; debe ser que en el curriculum no se valora la creatividad. Claro, una escuela que valora la creatividad dejará de enseñar a pensar, a ser divergente; porque los adultos divergentes son molestos, se incomodan, y a menudo se preguntan qué coño están haciendo, y se lo preguntan al de al lado, y cae la productividad.
Acabo con una anécdota: cuando hace un tiempo estuve en primaria, me encantaba dar las clases de naturales y sociales, por las oportunidades que tenía de introducir elementos divergentes, curiosidades científicas, etc. En general, la respuesta que obtenía del alumnado era: profe, déjese de rollos y hagamos las actividades del libro. Qué niños tan esforzados tenía!
Héloïse La Nouvelle
Héloïsa, cómo eres. Sólo faltaba eso: escuelas que enseñen a los niños a amar el saber. Y encima no en una asignatura, sino con el ejemplo de los profesores en su práctica docente. Después nos pedirás gobernantes que cumplan las leyes y empresarios y profesionales que paguen sus impuestos. ¡Dónde vamos a ir a parar!
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