La lectura de este fragmento de
Stefan Zweig me causa pensamientos y sentimientos contrarios. Por un lado, es
difícil encontrar una explicación más lúcida y concisa de los mecanismos de
dominación ideológica de clase y de reproducción de un orden social. Cuando era un adolescente y devoré la
biblioteca de mi hermano mayor, un troskista y simpatizante del F.R.A.P., con
quien compartía habitación, y que tenía las obras completas de los clásicos de
la revolución comunista (al poco tiempo me emnacipé de todo ese autoritarismo y
misticismo político gracias a la lectura combinada de Hölderlin y Nietzsche),
me obsesionaba la misma pregunta: ¿Cómo es posible que nuestro sistema
capitalista y nuestras élites económicas, políticas y culturales sigan año tras
año inmunes a la crítica y a la denuncia, conservando su posición hegemónica en
el rumbo de nuestra vida social? Sólo años más tarde encontré la respuesta y no
por vía de los libros y la reflexión, sino por un duro golpe de la realidad en
toda mi cabeza. Me refiero a cuando empecé a trabajar de profesor de
secundaria. La respuesta estaba en la escuela, y por extensión en la familia. Y
si estas dos instituciones fallaban en su objetivo, siempre quedaba la empresa
para terminar poniendo las cosas en su sitio.
Yo mismo no fui consciente de la
eficacia de estos mecanismos de alienación de la conciencia hasta muchos años
después. De hecho, hasta hace unos pocos años. Cuando nacieron mis hijos recibí
el primer golpe. La relación emocional con mis hijos descubrió, en toda su
crudeza, lo que había estado haciendo con mis alumnos de una forma
inconsciente. Y el amor que sentía por ellos me empujó a rebelarme contra la
ideología social que movía los hilos ocultos de mi práctica docente,
“educadora” en la ideología dominante y “deseducadora” de la emancipación de
esa misma ideología. Parece increíble las barbaridades que podemos hacer en la
transmisión de saberes y valores, la violencia y el control social que podemos
llegar a ejercer revestidas de las formas culturales más sutiles e idealizadas.
Mi primer hijo tuvo que pagar mi particular proceso de transformación. El
segundo se benefició con creces de mi emnacipación. Y poco a poco, mis alumnos
fueron disfrutando niveles mayores de libertad y autonomía en mi relación
docente con ellos. Los resultados académicos fueron dando paso a otras
capacidades y experiencias que cobraban vida en mis clases para disfrute y
alegría de todos. Lo más curioso del caso es que, cuanto más disfrutábamos de
las clases, mejores resultados obteníamos. Y como pude comprobar en mi relación
con ex-alumnos, duraderos en el tiempo. Porque la reflexión de mis alumnos
desplazó la coacción y el castigo como medios para el aprendizaje.
Conozco a pocos profesores, a
pesar de mi profesión. Quiero creer que somos unos cuantos los que pensamos lo
mismo. Pero mi experiencia profesional me señala lo contrario. He dado clases
por breve tiempo en la universidad, durante mucho tiempo, tal vez ya demasiado,
en la escuela concertada, y llevo a mis hijos a la escuela pública, y me duele
decir que he conocido a muy pocos profesores afines a lo aquí expuesto. La
dominación ideológica y la reproducción del orden social sigue teniendo en la
escuela uno de sus mecanismos principales. Se habla mucho de la violencia de
los alumnos, de la irresponsabilidad de los padres, pero apenas se habla de la
complicidad de los maestros y profesores en la legitimación de nuestro sistema
social. Sólo con que un número significativo de ellos se preguntase para qué
educamos y para quién educamos, con el honor intelectual puesto en la verdad,
las escuelas se transformarían en espacios para la emancipación del ser humano.
Los que trabajamos en la escuela concertada tenemos una mayor presión y mayores
dificultades. Porque simplemente estamos expuestos al despido y a que se nos
aplique una especie de “ley de hambre” para escarmiento del resto de docentes.
Por esto mismo los funcionarios que trabajan en la escuela pública deberían ser
la vanguardia de este proceso de emancipación, por sus condiciones laborales
más favorables. Cuando se habla de la educación pública como un instrumento de
la democracia y de la igualdad de oportunidades, sus defensores no deberían
pasar como sobre ascuas por encima de este compromiso y responsabilidad si
efectivamente creen en la libertad y la justicia social.
De los pedagógos y psicólogos
escolares “orgánicos” mejor dejarlo para otra ocasión. A ver si nuestra Héloïsa
nos vuelve a sorprender con otra entrada sobre esos fariseos de la educación,
salvo honrosas excepciones, y nos inspira un nuevo comentario al respecto.
August Mann
August Mann
Se ha olvidado usted de los inspectores, columna vertebral del sistema que asegura que el sistema funciona como debe funcionar. Es posible que usted conozca alguno...
ResponderEliminarPues si digo la verdad, no conozco ninguno. Llevo en la docencia desde el año 1988 y jamás he hablado con un inspector. Nunca un inspector ha visitado una de mis clases, ni solicitado alguna de mis programaciones, ni entrevistado a alguno de mis alumnos. Y eso que he pasado por varios colegios. Supongo que es porque siempre he trabajado en la escuela privada y en secundaria. Para mí su existencia es como la de los billetes de 500 euros. Me dicen que existen, pero nunca les he tendido la mano.
EliminarSí que he leído, en cambio, en alguna ocasión algún artículo escrito por un inspector o una inspectora, como el titulado “El Col·legi Universitari de Girona i l’Institut de Ciències de l’Educació” (Revista de Girona, núm. 189, juliol-agost 1998, pp. 71-72), de Marta Ros, a modo de homenaje del político y pedagogo Josep Pallach. En este escrito se puede leer una cita de Pallach que llama la atención, porque lo que dice es justamente lo que los inspectores han ignorado sistemáticamente desde los inicios de nuestra democracia, del 1976 en adelante. La cita en cuestión es la siguiente: “la participació del nen en la gestió de la classe i de l’adolescent en la vida de l’establiment d’ensenyament constitueix un bon aprenentatge de la vida cívica de l’adult, un bon mètode de formació democràtica”. En todos los colegios en los que he dado clase, y lo mismo puedo decir de todos los colegios en los que han trabajado amigos, nunca el alumno ha pintado nada en el gobierno del centro. Recuerdo que a finales de los años 70, en el colegio donde estudié BUP y COU, en calidad de delegado de clase participé en una junta de evaluación en la que me limité a escuchar la aplicación de un sistema de evaluación en cuyo diseño no participamos los alumnos. Y después, ya como profesor, nunca he visto a ningún alumno en un claustro de profesores. Por lo que respecta al Consejo Escolar, la participación de los alumnos es un simple trámite burocrático, cuya elección está amañada las más de las veces, y es una burla de la democracia.
En el mismo artículo también se puede leer otro de los autoengaños en los que caen los inspectores. Me refiero al CAP. Escuchemos lo que dice la autora del artículo mencionado: “També feia falta una formació psicopedagógica sistematitzada per als professors d'Ensenyament Secundari que impartien docencia als instituts de BUP i d'EP. Aquest col-lectiu d'ensenyants, en molts casos, ha fet el pas directament de la universitat on ha pogut adquirir una bona formació académica, al treball de l’aula. El fet de tractar amb adolescents comporta el coneixement d'aquesta etapa del creixement des de tots els angles possibles. En aquest sentit es van orientar els cursos per a l’obtenció del Certificat d'Aptitud Pedagógica, el CAP, amb la intenció d'informar i aprofundir en eIs aspectes definidors de l'etapa adolescent i la finalitat de respondre des de l'escola amb recursos educatius i didáctics eficaços”. Pues bien, para no alargarnos más, basta decir que quien haya realizado el CAP sabe perfectamente que no se cumple nada de eso y que es una simple tomadura de pelo. Quien lea mis palabras y calcule mis años, pensará que lo que digo es cosa del pasado. Pero resulta que un sobrino mío hizo el CAP hace sólo unos años y me confesó que tanto él como todos sus compañeros sintieron vergüenza ajena ante sus profesores y experimentaron una absurda pérdida de tiempo.
En conclusión, ya que estamos en crisis y con un sistema educativo sometido a recortes, los actuales gobernantes podrían ahorrar algunos fondos públicos más suprimiendo el cuerpo de inspectores. Estoy convencido que nadie les echaría en falta. Pero como bien dice nuestro anónimo, si no lo hacen es porque son la clave del autoengaño del sistema educativo.